Un diciembre elocuente
Primer premio en el Concurso
Literario Lydda Franco Farías
Por Luis
Montiel
(Estudiante
del PFG Comunicación Social de la UBV Zulia)
Al cielo venezolano de donde siempre caen flores.
El domingo amaneció
lloviznando
y con
mucho
frío. Blanca Margarita
Castañeda
ya había
terminado de hervir el café
cuando, a través de la ventana, notó que otra vez había flores tiradas en el patio. Encogió los hombros y frunció el ceño un instante, luego retiró
la olla del fogón, atizó la leña y cerró la ventana
para mantener caliente la casa. Llevaba
puesto un vestido gris largo con un abrigo
encima, de los que se tejen a mano. Entró al cuarto de Elena, su madre, levantó la cortina
y
la vio acostada de espaldas
a la puerta:
−Le traje café─, dijo
Blanca Margarita.
─No tengo frío,
gracias─, respondió sin voltear.
─ Anoche volvieron
a caer flores en el techo─, dijo la anciana.
─ Mamá usted sabe que eso no es
posible.
─ Claro que sí, yo las escuché
caer y deben haber más en el patio. Tengo setenta y cinco años pero aun no estoy
loca.
─ Bueno, puede ser que salgan del
lomo de la montaña y que el viento las empuje al pueblo en la madrugada, así me
lo explicó don Jesús que también las consiguió en su patio─, respondió Blanca Margarita.
─ No, vienen del cielo ─, dijo la
madre mientras intentaba reponerse para sentarse en el catre.
─ Venga señora, bébase su café mientras
le arreglo la trenza y no diga más cosas raras.
Se sentó en el catre y empezó a acomodarle el cabello a su madre, y
mientras lo hacía pensó en ella y en lo indefensa y débil que la sentía entre bajo
sus manos, más que por la vejez, por la ausencia del viejo.
Era 15 de diciembre y ya Mérida sufría
los estragos del paro petrolero que azotaba a Venezuela. El viejo Juvenal Castañeda
había salido del pueblo hacía dos días con dirección a Campo Elías. Él que a pesar
de estar cerca de los ochenta años aún era un hombre fuerte, alto, aun no se había
encorvado y tenía rostro altivo. No ocultaba
su enojo por la situación política. Había sido guerrillero en la década del 60 y
conocía medio país por haber sido preso político de las mejores cárceles en la dictadura pérezjimenista. Guardaba un poco
de rencor por el actual gobierno:
─ ¡Qué carajo con Chávez!, ahí está,
por andar siendo complaciente con los enemigos
ahora el pueblo tiene que pasar hambre. ─ Después se respondió─: como si no la conocieran.
Ya no había harina en el pueblo y
solo el mercado de Campo Elías estaba abierto, pero solo vendían un paquete por
persona, además ya la carne se estaba
acabando y era necesario comprar carbón por saco porque no había parado de llover desde principios de mes y la leña de las casas
estaba húmeda. Ya listo para regresar con
la mula de carga no llevaba consigo ni la mitad de lo que pensaba encontrar en el mercado y se decía: «por lo menos llevo el
café para los días».
Se lamentó ver por el camino un
pueblo casi desierto, porque ya no había doctores ni bodegueros que mantuviesen a la gente en sus casas. Eran los
días en los que los más decididos bajaban
del páramo con sus familias y con las mulas de carga en busca de tierras tachirenses,
aunque, en realidad buscaban llegar cerca de los mercaderes y revendedores de la
frontera con Cúcuta que ofrecían víveres colombianos a quien tuviese suficiente
dinero. Así se decía en la región andina «El gobierno hace lo que puede pero no
hay transporte y las cosas no llegan».
Juvenal Castañeda incrementaba su
rencor y de nuevo lo descargaba pero a los jefes del paro nacional:
─Malditos burócratas aburguesados.
─ se dijo ─ Disfrutan de la vida, de día
pasean en sus carros y en la tarde anuncian
su botín en la televisión.
Ya eran las tres de la tarde y había dejado de llover. Blanca Margarita le llevó
de almuerzo a su madre dos bollos de maíz con un poco de queso, además de un vaso de agua de papelón que colocó en la
mesa de noche junto al portarretratos donde
estaba la foto de la familia completa. Estaban los tres más Lucía que era la única
hija de Blanca Margarita, y que estaba estudiando para doctora en Caracas hasta
que inició el paro. Tenían quince días
sin saber de ella:
─ ¿Cómo estará la muchacha?, preguntó
Elena mientras probaba de su almuerzo.
─ Bien mamá, ella sabe cuidarse y
seguro pronto llegara─, respondió.
─ ¿Y las flores? Su padre las ha escuchado caer también.
Él sabe que vienen del cielo.
Blanca Margarita la miro de perfil
con una ternura que parecía más bien la madre que su propia hija.
─Coma mamá, el viejo no cree en eso,
él es ateo.
─ ¿Ateo? Pues sí se le olvidó, se
casó conmigo, y por la iglesia─. Y siguió comiendo.
Blanca Margarita sonrió de inmediato y mirándola a los ojos le dijo ─ Claro. El abuelo lo obligó─,
ambas sonrieron.
Blanca Margarita aún conservaba la
belleza de una mujer sencilla, a pesar de sus 55 años, y nunca se volvió casar por guardarle luto a su marido muerto hacía
8 años atrás. Un día cargaba sacos de papas y lo sorprendió un infarto en pleno
páramo. Ella se creía una mujer con suerte,
ya que a pesar de lo lejos que estaba el pueblo de la ciudad, logró matricular a la niña
para que el gobierno la becara en la capital.
─ ¿Mamá, cree que Chávez aguante
otra vez?─, preguntó con preocupación.
─Sí, los pobres están con él y son
muchos.
─Pero papá no lo quiere─, Respondió
de inmediato.
─ Seguro que sí. Solo está resentido. Cuando era joven me dejó muchas veces por andar con los comunistas. Casi lo matan. Una
vez se fue y no regresó sino a los dos años, más flaco y triste. Había
estado preso en Maracaibo, la barba y el
pelo le crecieron como a un loco.
Comenzó a llover fuerte y las dos
mujeres ya no podían escucharse por el bramido seco que producían las gotas al
estrellarse con el zinc del techo, y Blanca Margarita le dijo a su madre que era mejor recostarse y esperar hasta el otro día a que llegase el
viejo.
De pronto se escucharon dos fuertes golpes en la lata de la puerta seguido de un grito «Abran la puerta que me mojo». Blanca Margarita
reconoció la voz de inmediato y corrió a
abrir. De la lluvia helada emergió a la
casa Lucía. Era delgada, de cara fina, con el cabello negro y corto por encima de
los hombros. Traía una un semblante de confianza. Soltó la maleta y abrazó a su
madre.
─ ¿Y los abuelos? ─ Preguntó.
Blanca Margarita respondió con alegría
─ Están bien. Su abuela está recostada en su cama y el abuelo salió a buscar
víveres en la ciudad, llega mañana. Pero usted, ¿está bien? ¿desde cuándo salió
de Caracas?
─ Desde hace una semana. Logre llegar
a Valencia y luego de dos días conseguí bus para Mérida. Allá en la capital todo
es un caos, los opositores tienen a los canales y a las empresas las pararon, pero
ya se dice que el gobierno pondrá a funcionar algunas fábricas con la Guardia y el Ejército. No quiere que la
gente sufra en navidades por falta de alimento y gasolina.
La noche transcurrió con la lluvia tenue al igual que al día siguiente. No paró de lloviznar
hasta las seis de la tarde del lunes cuando llegó Juvenal Castañeda
con su mula cargando la canasta de víveres
a medias.
─ ¡Llegó el café!─, dijo al entrar.
De inmediato colgó el canasto en
un clavo del horcón de la pared para luego
ir a saludar a su mujer.
─ No había tardado tanto desde hacía muchos años─, murmuro Elena─, su nieta
llegó ayer y dice que las cosas se arreglarán.
─ No sea así de seca. También la
extrañé─, y se sentó a su lado. De inmediato y justo cuando le acariciaba la trenza
ella respondió:
─ Ayer volvieron a caer flores del cielo.
─ Olvídese de eso, debe de ser que
las arrastra el viento en la madrugada. Lo único raro es que ni en Campo Elías ni aquí hay
flores, solo esas que aparecen en el patio y que luego se
marchitan en el barro.
─ Pobrecitas, son de Dios y se marchitan
en el barro─, dijo pensativa.
Él se quitó las botas, colocó sus
chanclas y colgó su hamaca al lado del catre de la mujer. Se acostó a descansar
en silencio. Sabía que al día siguiente sería 17 de diciembre, fecha en la que
murió Bolívar y pensó que la única vez que se escuchó que cayeron flores del cielo
fue cuando El Libertador entró triunfante a Mérida. Venía del Táchira, y antes
de Cúcuta, traía consigo el corazón hinchado
de orgullo patriota y contagiaba a todos con esa mirada destellante que los hacía
seguirlo con convicciones de gloria Eran
los días en que escribiría el Decreto de Guerra a Muerte contra los colonialistas.
Luego se entristeció porque mañana
moriría otra vez, solo, lejos y traicionado. Sollozó.
─ ¿Todavía estás molesto con Chávez?
– preguntó ella en la oscuridad.
─ ¡No! Solo es que le falta carácter,
pero es bueno─, le respondió─, al rato se
durmieron.
Por la mañana Blanca Margarita Castañeda
colaba el café. Eran más de las siete, y apenas el tenue sol aclaraba el páramo.
Lucía estaba sentada en un taburete cerca
de la puerta cuando empezó a sonar el techo:
─Mamá apretó la lluvia ─, dijo.
En su cuarto la anciana abrió los
ojos con una impresión de estar despierta
desde la madrugada y dijo:
─ Juvenal, sal al patio─, el viejo, que tenía rato despierto, frunció el
ceño en señal de molestia, se puso las chanclas y fue a la puerta. Apenas pudo
asomar la mitad del cuerpo y mirar a la calle cuando notó que del cielo caían
flores amarillas y azules. Fue la impresión más grande que apenas pudo soportar
su concepción iconoclasta.
Entró nuevamente, tomó su taza de
café ya servido, bebió dos rápidos sorbos y luego se volvió a acostar en su hamaca.
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