A 8 años de su siembra, recordamos con estos cuentos su entrañable humor y amistad
LUCEROS
Mi
madre se paraba en el patio, y la casa dejaba de ser una vasta
oscurana. En un elevado ceremonial, mi madre me sentaba en el ancho
pretil que estaba en el patio de la casa y, con los ojos deslumbrados
por el borbollón de luz nocturnal, invocaba una plegaria al reino
celestial. Oraba:
-Cielo que estás más allá
de tu gloria infinita. Has que nunca falte en esta casa tu luz perfecta,
tu luz de entendimiento. Cielo, danos tu fulgor imperecedero. Danos
humildad para albergar para siempre una estrella tuya es nuestro
corazón. Amén.
Luego miraba extasiada la
vastedad del cielo y el resplandor de los astros. Mi madre recorría con
sus ojos pequeños el firmamento, como si hubiera ordenado con sus
propias manos los conjuntos de estrellas de la bóveda celestial. Citaba
las constelaciones por sus nombres y las distinguía por la intensidad de
su brillo. Señalaba con el dedo:
-Esa es
Andrómeda. Más allá están Pegaso, Delfín y Cisne. Aquellas son las osas
Mayor y Menor, la Estrella Polar, Bollero y Cabellera de Berenice.
Observa como resplandecen la Corona Boreal, Hércules y Orión. ¡Qué bella
es esa estrella fugaz que va cruzando el cielo!
-¿Qué debo hacer para atrapar una estrella fugaz?, le pregunté inocentemente un noche a mi madre.
-Las
estrellas fugaces viajan por el cielo porque no tienen una
constelación, un lugar invariable, donde vivir. Pero sólo puede
atraparla quien aprenda a quererlas. Hijo, para conquistar el amor de
una estrella fugaz, hay que soñar con ella. Si la querencia es
compartida, la estrella fugaz se deja atrapar en el sueño y desiste
vagar por el cielo.
Después de aquella
sublime recomendación de mi madre, no he podido dejar de amar y ser
amado por las estrellas fugaces que se aparecen en mis sueños. Pero por
temor al castigo celestial, hay una verdad que nunca le revelaré a mi
madre: los agraciados luceritos que durante años han iluminado la
ventana de su cuarto son nietos de ella.
EL OJO DERECHO
El
ojo derecho es la parte de mi cuerpo con la que más me identifico. Es
tan grande esta compenetración, que si volviera a nacer sólo desearía
parecerme a mi ojo derecho.
Debo aclarar
que, así como mi ojo derecho me genera una gran admiración, a veces me
inspira reflexiones de aversión que me asfixian y desmoronan. A pesar de
desencadenar estas contrastantes explosiones de ánimo, la existencia de
mi ojo derecho es la única razón que logra mantenerme con vida.
Mi ojo derecho es menos doméstico de lo que muchos pueden pensar: se
desaparece por días, dejándome como una casa en penumbras. En
oportunidades me asalta una dura sensación de celo hacia mi ojo derecho,
ya que la mayoría de mis bellas amigas únicamente vienen a mi casa a
preguntar por él y a contemplar el inconfundible guiño que le hace a la
vida.
“Su ojo derecho es tan hermoso que
tiene el color confuso de los días”, me dicen eufóricas y enamoradas las
agraciadas muchachas de la Sociedad de Corazones Blandos, a la cual él
pertenece como miembro honorario.
A
hurtadillas, a través de los espejos, he tratado de observar mi ojo
derecho, pero sólo he logrado descubrir su sonrisa enajenada y su
conmiseración hacia mí. Estupefacto, he llegado a pensar que mi ojo
derecho ha utilizado la cavidad de mi cara para espiarme y ejecutar
planes siniestros que desconozco. Sin embargo, no me arrepiento que mi
piel chamuscada por el tiempo le haya servido de cobijo.
En
verdad, ¿qué más puedo exigir? Pues con las piernas y los brazos
mutilados, tuerto del ojo izquierdo, con el rostro sajado por un certero
machetazo y abandonado en una destruida silla de ruedas, me afianzo al
misterio oculto de alcanzar la liberación de mi naturaleza humana a
través de mi ojo derecho.
CACERÍA
Mientras
acomodaba los libros de su biblioteca, el viejo sintió un fuerte dolor
provocado por el pastiche orgánico que le agobiaba por dentro. “Esto
tiene nombre propio: hambre”, pensó el viejo.
Entre
la tribulación y el desasosiego interior, el hombre vio a su perro
echado en la puerta del salón y con voz trémula le dio una orden al
animal: “Bush quiero que me traigas una presa suculenta para el
almuerzo”.
El trasnochado sabueso miró con
rabia a su amo. Lanzó un prolongado ladrido de protesta y con desgano
salió a cumplir la orden de su patrón.
Después
de tomar una taza de café humeante que le braseó la garganta, el viejo
se acostó de nuevo y se quedó dormido, mientras esperaba el retorno del
animal.
Al mediodía, el perro regresó
cargando entre los dientes la cabeza ensangrentada de un lobo.
Horrorizado y aturdido ante la extrañeza de aquella visión de espanto,
el viejo trató de cubrirse los ojos y se percató que le faltaba la
cabeza.
DESENCUENTRO
A
simple vista mis manos parecen perfectas. Sin embargo, son la parte más
contradictoria de mi cuerpo. Aún no he podido descifrar la causa de que
ambas tengan caracteres totalmente diferentes, porque ellas me han
acompañado durante toda mi vida, sin que haya establecido predilección
por ninguna de las dos.
Siempre anhelé que
mis manos mantuvieran una relación armoniosa, pero ha sido imposible
concretar este empeño. Con el tiempo he tenido que ceder y las he
aceptado tal cual como son: cada una con su individualidad y su propia
personalidad.
Con la derecha estrecho las
manos de mis amigos e indico la dirección correcta que deben seguir las
personas perdidas que encuentro a menudo por las calles. Con mi diestra
también acaricio las cabecitas de los niños y abro puertas y ventanas
con las primeras luces del día.
En cambio,
el talante de mi otra mano es severo, dominante y brutal. Su único traje
de vestir es un guante de boxear. No soporta ofensas y en varias
ocasiones he tenido que separarla del cuello de quienes han cometido un
acto de injusticia contra mi persona.
Honestamente
no me parcializo ni estoy en contra de ninguna de mis manos, porque, de
una u otra manera, me han ayudado a sobrevivir. Lo incómodo de la
irracional pugnacidad y el permanente desencuentro que mantienen mis
manos, es que estaré totalmente imposibilitado de aplaudir cuando me
ocurra algo agradable en la vida.
IMPREVISTO
El
médico despertó con un ánimo de vivir que daba envidia. El facultativo
se examinó la pupila del ojo y se escrutó la lengua. El médico se hizo
un electrocardiograma y exámenes de heces, sangre y orina. Todos los
resultados de laboratorio determinaban que el médico era una persona
supremamente saludable.
La mañana siguiente,
el médico saludó risueño a su esposa. “Hoy amanecí más bien que todos
los días. Tengo tan buena salud, que puedo vivir 100 años más”.
La
mujer escuchó las palabras optimistas de su entusiasmado esposo y lo
miró de arriba abajo con irreverencia. El médico salió de su casa
derrochando su estado de salud ante los transeúntes que encontraba en la
calle. Inesperadamente, cuando intentaba cruzar la vía, el médico fue
atropellado brutalmente por un automóvil y murió instantáneamente.
Mientras
viajaba hacia el Más Allá, el médico notó con tristeza que seguía
aferrado a la carpeta que contenía el electrocardiograma, los exámenes
de heces, sangre y orina que determinaban que era una persona saludable y
que podía vivir cien años más.
DIFUNTO GALLINA
Mi madre tenía cuarenta gallinas africanas que se alimentaban de carne de tigre.
Un
día mi hermano mayor se volvió loco y comenzó a rugir como un tigre
de bengala. Cien hombres, fuertes como un roble, encerraron a mi hermano
en una jaula de tigres. Al caer la noche, las gallinas entraron a la
jaula y se comieron a mi hermano.
Mi madre,
para vengar la muerte de mi hermano, agarró la escopeta de mi padre y
mató a las cuarenta gallinas africanas. Les puso la ropa de mi hermano y
las metió en una urna de siete metros de largo por tres de ancho.
Todo
el pueblo asistió al entierro de mi hermano, mejor dicho al entierro de
las cuarenta gallinas africanas. Desde entonces, la gente del pueblo me
conoce como el hermano del difunto gallina.
OLVIDO
Ese
miércoles se levantó más temprano que nunca. Cómo la bombilla de la
habitación estaba quemada, tuvo que moverse a tientas entre las
penumbras del cuarto e inició una tenaz búsqueda.
La
buscó en la mesita de noche, en el escaparate, en el maletín ejecutivo,
por debajo de la cama. Escudriñó los bolsillos de la camisa, las
faltriqueras del pantalón, la cartera, la botella de ron, los zapatos y
la papelera.
Registró todo el cuarto y no la
encontró. Exhausto y abatido, de nuevo se echó en la cama a recordar
dónde había dejado su cabeza la noche anterior.
Vidal Chávez López
No hay comentarios:
Publicar un comentario