Diálogo con Horacio González a propósito del estado actual de la universidad pública
El sociólogo, profesor de la UBA y director de la Biblioteca
Nacional, pasa revista a los grandes debates de la vida universitaria.
El pasaje de la tradición humanista al modelo científico-técnico
imperante. Una crítica profunda y esperanzada.
Por Facundo Martínez
–Usted plantea que las universidades públicas están atravesando un
período de revisión crítica. ¿Cómo encuentra particularmente a la UBA en
ese contexto?
–Se ha dado la creación de una gran cantidad de universidades en
conurbanos y ciudades del interior que proponen un panorama totalmente
diferente de la historia de la universidad argentina de los siglos XIX y
XX, que era un modelo de cuatro o cinco universidades fundamentales, en
las que uno podía encontrar las carreras más importantes y una
formación vinculada a la relación con el Estado. Había entonces un gran
debate sobre las perspectivas del conocimiento entre las ciencias
naturales y las ciencias de la cultura, que fue uno de los grandes
motivos de la disputa filosófica de principios del siglo XX. Ahora
existe un nuevo mapa, con universidades que acentúan especialidades
regionales y un contacto más fluido con las intendencias. Estas
universidades incorporan experiencias de estudios universitarios en las
familias de los grandes conurbanos, lo cual es presentado como
descentralización y también como ampliación de derechos.
–Y de temáticas porque, como usted dice, con estas universidades aparece también una gran cantidad de carreras nuevas...
–Y justamente por eso pienso que no es posible dejar de acompañar
esta gran transformación. Muchas de estas universidades están, con mayor
o menor fortuna, encontrando el punto justo de su relación con el
territorio y el mundo social al que pertenecen, y al mismo tiempo
intentando garantizar el imperativo clásico de la universidad, que es
preservar el conocimiento universal. Este es un momento muy interesante
que vive la universidad. En este sentido, la universidad napoleónica o
humboldtiana, digamos las grandes universidades, han dejado terreno a
otra universidad, con modelos pedagógicos y de profesionalización,
vinculados con la revolución tecnológica, y vinculados con servicios
sociales que trabajan alrededor de la hipótesis de igualación social.
–¿Por qué cree que, incluso en este contexto favorable, las
universidades públicas no terminan de zanjar la discusión sobre el
modelo tecnológico imperante y aquel basado en las humanidades?
–Yo hago un balance favorable de toda esta gran mutación
universitaria que incluye, en muchos casos, el abandono de las formas
tradicionales de las carreras y la opción de hacer una universidad por
núcleos disciplinarios. El viejo problema de la departamentalización,
por la que la Universidad de Buenos Aires luchó por tanto tiempo y el
estudiantado también. En este sentido, el balance general que hago,
siendo favorable, acompaña con cierto grado de dramatismo la decadencia
de las humanidades. Esto supone un problema, el problema principal de no
reconocer que hay un problema. Es decir que la expresión humanidades
puede significar ya muy poco, o nada, y está relegada a una especie de
departamento –no carente de prestigio– en donde se encierra a la
filosofía y a las ciencias humanas. Nadie concibe una universidad sin
filosofía, incluso en muchos lugares se la cultiva con gran empeño, pero
se la convierte en una especialidad más. Así el nuevo rumbo de las
universidades acompaña con más fidelidad la traza de la revolución
científico-técnica o de la revolución comunicacional.
–¿No sería preocupante que este modelo de universidad desplazara el
saber autodidacta que ha nutrido históricamente a las universidades
argentinas?
–En esta transformación, ese modelo está en vías de extinción,
aunque autodidactas siempre va a haber, por suerte. Pero lo que veo como
más grave en esto que usted señala es la constitución de fósiles del
lenguaje. Es cierto que la universidad nunca ha prometido un camino en
este sentido, pero también es cierto que las maneras de enseñanza de la
universidad tocan hoy todos los temas, incluso los conocimientos que han
surgido como grandes críticas a la universidad. Todos los de la
tradición libertaria, por ejemplo, o lo que fue la tradición de la
epistemología foucaultiana. La universidad revela su atención hacia esos
conocimientos que muchas veces nacen para criticarla, para intentar
abandonar el grado de cristalización del lenguaje que tiene toda
universidad. La universidad responde de una manera que hay que celebrar,
porque incorpora esos conocimientos, pero por otro lado debemos
preocuparnos frente a eso, puesto que lo que hace es, con un fuerte tono
asimilacionista, dejar a los grandes conocimientos de la sociedad en
una situación escalafonaria y sin su habilitación más transformadora.
–Una paradoja...
–Esa es la gran paradoja de la universidad, que tiene que contener
sus formas de grados, de distinciones, de títulos y de lenguajes
establecidos, a modo de reconocimiento, y eso supone un logro pero
también pérdida. Y lo que se pierde es la posibilidad de lo que como
utopía la universidad tiene en su seno: la idea de una universidad
abierta, con conocimientos inesperados, una universidad que admita en sí
misma la ruptura de sus tablas de la reglamentación del conocimiento.
–Teniendo en cuenta la tradición de las ideas argentinas, ¿no cree
que ese debate debería estar siempre presente e incluso enriquecerse?
–La universidad no tiene respuesta frente a la gran cantidad de
cursos profesionalizantes que se ofrecen. Hoy en la universidad
cualquiera da un curso profesionalizante. Entonces este período es
festejable sólo por el lado de que nunca hubo tanto estímulo en becas,
por ejemplo. El Estado ha cambiado la vida de miles de personas, pero
frente a eso sería sumamente necio no percibir la importancia que tiene
la adquisición de los primeros grados de un lenguaje estandarizado,
prefigurado.
–La expresión la tomo del universo de Gombrowicz: así la universidad queda un poco presa de su forma...
–Lo que se encuentra en la universidad es que aquel que tenía una
poética iniciática vinculada a la adquisición de saberes de una ética
muy relevante, lo que ve es el acordonamiento y la estandarización de
esos lenguajes y la idea de que éstos aparecen en sí mismos reglados por
una clase profesoral que, en muchos casos, no parece preguntarse por el
origen de la lengua que habla. Y reglados también por el modo en que se
estructura la noción de examen. Nunca hubo una revolución universitaria
que no revolucionara la forma del examen. Eso está presente en la
reforma universitaria argentina. El examen es el momento más delicado de
la universidad, porque ahí se establece una asimetría que hay que
justificar con mucha delicadeza, porque es una asimetría que la
universidad tiene en su propio reglamento. Con esa asimetría yo estoy de
acuerdo, porque de lo contrario creo que no existiría un legado entre
tradiciones. Pero al mismo tiempo esa asimetría, si está mal pensada o
es mal aplicada, genera una petrificación del terreno universitario. Lo
que no puede pasar es que haya una cantidad apabullante de profesores
que sepan menos que los alumnos. La universidad tiene que replantearse
el modo en que se establece el lugar donde hay otros saberes anteriores a
ella, muy valiosos, muchas veces de origen popular o vinculados a
sabidurías milenarias. Estructuras de conocimiento que la universidad
debería desplegar sobre la base de que encierran tesoros secretos para
las personas, y que muchas veces las viene a sustituir bruscamente con
el canon científico-técnico, con la teoría de la información, que es el
nuevo tópico al que la universidad está dedicada en cualquiera de sus
carreras. Es decir, todo encierra una información, desde una operación
quirúrgica a la encuadernación de un libro, y al ser todo parte de la
teoría de la información, lo que se pierde es esa identidad
infinitamente plural del lenguaje que impide toda homogeneización. La
estructura universitaria y la política universitaria van hacia la
homogeneización. No se le puede exigir a la universidad que no haga
ciencia, pero la universidad debería responder: “Lo haremos sin
cientificismo”. Y esa respuesta siempre le cuesta.
–En sus más de 40 años en la universidad usted ha percutido de
diferentes maneras en esta cuestión, ¿cómo ve, en perspectiva, esta
batalla?
–Primero, tratando de recordar a los grandes profesores de formación
humanística que ya no existen, como José Luis Romero o Mercado Vera;
también recordando a los profesores militantes como Roberto Carri, que
intentaron lo contrario, es decir, sin abandonar la erudición supusieron
que el contacto entre historia y política era más estrecho que lo que
la historia argentina iba a demostrar. Y, después, recordando también la
carrera de los autodidactas, como Hernández Arregui, que no fue
exactamente un autodidacta –fue discípulo de Rodolfo Mondolfo– y sin
embargo parecía ser un autodidacta porque tenía un fuerte rechazo por
todo lo que era la universidad. Todos esos ejemplos son válidos, y son
válidos en el campo de la escritura, del ensayo. Hoy, en la época de los
grandes sistemas de financiamiento de la universidad, donde están
grandes corporaciones financieras –algo que por suerte no ocurre tanto
aquí, como en otros países–, la universidad tiene un criterio de
autonomía universitaria que sirve para su lógica política interna, pero
que resulta un simpático recuerdo estamental. Desde el desarrollismo en
adelante no se cuestionaron esos valores de autonomía, pero se desviaron
un poco de ella al vincular a la universidad con la producción, con el
campo científico que efectivamente actúa en la producción a gran escala.
Esta situación cambia la universidad y al mismo tiempo la obliga a
extremar sus recursos filosóficos, porque participar de la discusión
sobre patentes de medicamentos o sobre los estilos de gestión del Estado
la coloca en un lugar de autonomía sin autonomía. Las universidades son
entidades autónomas que viven perdiendo su autonomía. La tienen en su
carta magna y al mismo tiempo la pierden en la lógica de las fuerzas
productivas. Eso es un motivo de reflexión para el movimiento
estudiantil, que es la fuerza social más activa.
–¿Sin esa autonomía se pierde el pensamiento crítico?
–La autonomía de la universidad es moral e intelectual. Y eso tiene
que repercutir de inmediato en su condición científico-técnica. No se
puede pensar una universidad desprendida de exigencias sociales y al
mismo tiempo estas exigencias sociales no se cumplirían si la
universidad no tuviera una suerte de ley propia del conocimiento, que es
el drama de la reforma universitaria de la Argentina, del propio
Deodoro Roca. “Toda ciudad es universitaria”, decía, y al mismo tiempo
quería dedicarla a que cumpliera tareas sociales e incluso de liberación
nacional, sobre todo en sus últimos tiempos. En ese sentido, la
universidad es el drama del conocimiento. Cuando lo instituye, está
lejos, y continuamente lo tiene sin percibirlo. La actitud para mí más
profunda de estar en la universidad es no estar contra la universidad
pero sí ser capaz de asumir ese lugar. Hay que ser capaz de estar en
contra de la universidad para poder vivir una vida universitaria
realmente autónoma.
–¿Qué es lo que ha podido hacer al respecto?
–Recuerdo con nostalgia la campaña para llevar al rectorado a León
Rozitchner, que era una candidatura utópica, pero que tenía como
sustento la idea de un nuevo replanteo entre las ciencias de las
humanidades y las ciencias de las ingenierías. En el estudio de lo que
es la universidad como reproducción de cierta desigualdad interna
fracasó hasta el propio Pierre Bourdieu. No puede haber una universidad
que nos asocie a los certificados.
–Justamente, esa universidad de los certificados es un poco más mezquina que la de las ideas universales.
–A partir de los ’60 aparece con mucha fuerza la noción del
investigador universitario. La investigación comienza a ser pautada,
regulada, incentivada, y todo eso fue aceptado incluso por las fuerzas
de izquierda, que creo yo tienen un responsabilidad grande en el sentido
de que todo el programa cientificista dominante fue aceptado como parte
de una gran modernización. Eso de algún modo explica el abandono de los
estudios clásicos y el debilitamiento de las humanidades.
–¿No siente que los alumnos se resisten a este modelo?
–Si usted está dando una clase sobre Nietzsche y el alumno le
pregunta si esto entra en el parcial, ahí se está poniendo al
conocimiento en una hondonada pronunciada. La vigencia de muchos
profesores es algo relacionado sólo a poder responder esa pregunta, y al
mismo tiempo esa pregunta es desoladora.
–¿Cuál es entonces el lugar de esa resistencia?
–El lacanismo fue un modelo de resistencia, el foucaultismo también.
La universidad ha demostrado –casi como el peronismo– que pudo absorber
todos los modelos de resistencia. Y luego habló con la voz de esos
modelos de resistencia, pero ya pasados por la gran maquinaria. Entonces
deja como posibilidad el abandono individual de la universidad. Y si
uno ve la política universitaria, es también algo desolador. Repite, y a
veces peor, la política nacional. Ahora, no pretendo que se enseñe
filosofía en los patios griegos, pero algo de patio griego tendrían que
tener las universidades. Algún tipo de profesor de ese tipo, o un
conjunto de profesores de este tipo deberían subsistir dentro de la
universidad.
–Eso retomaría la idea de que el lugar adecuado para criticar a la universidad es la universidad...
–Así fue como empezaron las grandes filosofías. La universidad
muchas veces confunde su integración con lo social con el hecho de
convertirse en dependencias administrativas de cierto conocimiento. En
ese sentido, me siento un poco desalentado del estado de la universidad
actual. Lo que ha triunfado en el mundo es el modelo de cita, de
universidad anglosajona, y es muy difícil encontrar una tesis sobre
Echeverría como la que hizo Halperin Donghi.
–En su carrera usted renunció al universo de los institutos y las becas, ¿por qué lo hizo?
–En mi caso fue una militancia. Pero jamás desaprobaría tener una
beca ni le recomendaría a nadie que rechace una. En las formas actuales
del estudio se supone que uno debe tener tiempo académico. Yo lo que
supuse era que la universidad estaba en el medio de la ciudad humana.
Uno estudiaba donde podía, agarrado de la manija del subterráneo A. La
idea viene de Borges, que leyó la Divina Comedia en el tranvía.
–La tendencia a la formación de eruditos fue despreciada ya por
Heráclito hace 2500 años, cuando le criticaba la polimatía a Hesíodo y a
Pitágoras, crítica que también retomó a su modo Nietzsche en su Ecce
Homo...
–Hay que ver si hay que ser erudito. Y en el caso de que uno lo sea,
también debiera disimularlo mucho. Hay que ser un erudito secreto y
hablar en secreto de todos los idiomas. Cuando escucho muchas clases lo
que veo permanentemente es la actitud enfatizadora de los docentes. La
pedagogía es una recarga que se nota en los estilos de enseñanza
universitaria. Yo preferiría que la enseñanza sea a-pedagógica, es
decir, que lo que hay de pedagogía no se note. Una suerte de enseñanza
del profesor distraído, lo que no significa que de ahí no salga un gran
erudición o un gran conocimiento, o un estudio profundo sobre Hobbes.
–¿Es decir que se ponga más énfasis en el contenido que en las formas?
–Sí, pero no quisiera ponerlo en términos de un romanticismo
antiguo. Me parece que todo esto habría que probarlo en una sociedad en
la que reina una única teoría, que es la llamada sociedad del
conocimiento o teoría de la información. Siempre hay una teoría que
ilusoriamente se hace cargo de todas las demás. Desde las ciencias
sociales hasta la vieja física cuántica. Por eso me parece que hoy una
tarea importantísima es ver más de cerca lo que quiere decir eso de
teoría de la información. Porque eso supone formas y relaciones entre
gobiernos. Supone redes sociales, espionajes, ley de medios.
–¿Siente la necesidad de seguir en la universidad a pesar de su edad, que está al límite de la jubilatoria?
–La verdad es que no. Aunque sí me imagino dando clases, quizá desde
otro lugar. Pero eso es algo que todavía no tengo pensado, y eso que
según parece falta poco.
–¿Habrá que aceptar entonces que en la universidad se apague cierta luz, que incluso ha dejado huellas?
–(Risas.) Lo que me parece es que tiene que resurgir el uso de la
palabra asociativa. Una buena clase es un buen capítulo de una
investigación. El modelo de la Universidad de Buenos Aires no puede ser
este que tenemos. Lo digo por el modo en que el conocimiento se
convierte en una estructura de gestión más. Incluso la responsabilidad
de la izquierda es mucha, ya que ha tenido un peso electoral mayor, en
el modo en el que la sociología y las humanidades fueron anexadas al
programa científico-técnico sin más. Ahora, para achicar esta brecha
tendría que darse nuevamente una corriente intelectual muy fuerte.
–Por último, ¿cómo ve la situación política actual respecto de la elección del rector de la UBA?
–Nada de esto, para mí, es apasionante.
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