“La Universidad Bolivariana, es motor, es vanguardia, es caballo, es lanza, es bandera, de un nuevo modelo educativo de liberación. Ustedes son actores fundamentales de esa vanguardia, siéntanse orgullosos mujeres y hombres”

Fragmentos del discurso del Presidente Hugo Chávez, Caracas, 08/11/2003, en el marco de la inauguración de la sede UBV Zulia.

viernes, 12 de febrero de 2010

El arte más allá del mercado

Hacia la emancipación estética

Por
José Javier León

En el pequeño reino de Buthán, 600 mil habitantes forman uno de los pueblos más pobres del mundo en términos del PIB per cápita, no obstante el dato macroeconómico no tiene en cuenta que “más del 85 % de la población se dedica a la agricultura de subsistencia y que el trueque es, por norma, su actividad comercial… El éxito en este caso consiste en un desarrollo ético, ecológico y espiritual que concede más valor a la moral y a la instrucción que a la riqueza material”. Con toda razón, el entonces rey de Buthán, Jigme Singye Wangchuck, afirmaba que “la Felicidad Interior Bruta es mucho más importante que el PIB”[1]. El recurso a este ejemplo nos revela la acción global del capitalismo, la totalización de un sistema que actúa en todos los órdenes de la vida, y que hace que experiencias como la del reino de Buthán aparezcan como curiosidades, exotismos, formas de vida en extinción.
Las consecuencias de dicha totalización inciden naturalmente en las teorías estéticas, pues sencillamente arte y capitalismo no existen separadamente. En otras palabras, el arte (que conocemos) es parte consubstancial del capitalismo, lo integra y conforma, desde sus primeras expresiones en el Medioevo, hasta el diseño actual publicitario. Fuera de esta línea, claro que existen manifestaciones artísticas no-capitalistas, sólo que esperan de nosotros su historiografía, su contextualización, amén de un esfuerzo teórico que las reconceptúe y ubique en otro lugar. No es fácil, porque el sistema totalizador capitalista ocupa todos los espacios, y se remonta incluso en el tiempo, más allá de su propia existencia, copando todos los pasados, distintos presentes y posibles futuros. Este ensayo es un intento de des-colocación del concepto de arte que nos permita salir del capitalismo y, desde ese lugar necesariamente descentrado mirar hacia experiencias estético-artísticas otras, que en un futuro próximo acaso sean definitivamente nuestras.
Desde este lugar de mirada uno de los primeros conceptos en desmoronarse es precisamente el de arte. En efecto, el arte occidental es sin duda el más teorizado y el más difundido, lo cual –advierte Adolfo Colombres- “no puede constituir un pretexto para cerrar los ojos a otras estéticas que, aunque no están claramente formuladas, podrían ser descritas por cualquier participante consciente de esas culturas, e incluso por un ojo crítico exterior que se despoje de prejuicios”[2]. A ese ojo crítico exterior es al que nos referimos en este ensayo, sólo que no se trata únicamente de un exterior estético, sino estructural y si se quiere orgánico. Se trata de un posicionamiento crítico que ocurre fuera del sistema de producción capitalista, desde una radicalidad (raizalidad, recordando al maestro Fals Borda) que hunde sus raíces en experiencias estéticas que re-configuran, refieren, traducen, expresan un mundo otro, no capitalista. Es en este sentido que acompañamos lo dicho por Colombres, para quien lo estético es la facultad de “sentir la belleza y fuerza de las cosas”, “una facultad humana esencial, de la que todos los pueblos participan, pero que de ningún modo esto autoriza a suponer (…) que dicha facultad sensible pueda ensamblarse en un sistema cultural común, o sea, único”[3].
Lo que ha ocurrido precisamente con el capitalismo, es que hemos asumido como universal su particular modo de expresar esa facultad humana, universalización llevada a cabo ejerciendo diversas e históricas formas de violencia, enumeración la cual, nos conduciría a una galería del horror que confirmaría aquella frase lapidaria de Benjamin: “No existe documento de cultura que no sea a su vez documento de barbarie”. La construcción de la universalidad es una operación político-ideológica, además de militar, ésta última, soporte y garante de las “formas” pacíficas de la economía, la cultura, la religión. Sin el despliegue sobre los territorios de fuerzas militares resultaría imposible la extensión y consolidación del modo de producción capitalista. Lo que no dejará de ser interesante, es como esta realidad levantada sobre una violencia fundacional oculta, olvida, borra su constitución, y se muestra como triunfo de la sensibilidad, del arte, de la inteligencia, el ingenio y la razón humanas. Repito, es desde todo punto de vista extraordinario que la realidad que conocemos, erigida sobre la violencia más pura, haya practicado un ejercicio tan vasto de desmemoria, y, aunque celebre y responda directa o indirectamente, a dicha violencia, la considere sin embargo de tal manera fundacional que no conozca y oblitere profundamente incluso, hasta la posibilidad de otro origen, de otra fuente de los orígenes, renunciando para esta búsqueda a la realidad (contra)histórica, y a lo más, y únicamente, apelando al mito, otra vez lanzándose a los océanos de la antigüedad de Occidente, ese atavismo del pensamiento que es la “Antigüedad greco-romana”. Observamos así una circularidad que no sólo torna espejeante el asunto del arte y la estética, sino que lo deja encerrado, gravitando en torno a un único sol. Aquí radica la dificultad de hablar de conceptos como arte y cultura, pues su larga tradición occidental, hace muy difícil evitarlos, y, con todo y eso, al hacerlo, tratar de vencer la tergiversación, los contrasentidos. Además, la historia de estos conceptos descentrados, salidos de la horma eurocéntrica, apelan a otra historicidad, a otro orden que, como un todo, reclama la constitución de otro mundo, ojalá posible.
Se advierte la importancia de deslindar nuestro tema, porque el problema planteado -Arte y Mercantilización- apunta a un orden civilizatorio que excluye la experiencia artística no mercantil, o mejor, no capitalista. En el orden capitalista, el arte no puede sino ser mercancía, no tiene otra opción porque en el capitalismo todo deviene mercancía. Para evitarlo, se requiere un descentramiento, una dis-locación, una salida del orden económico imperante, y la re-constitución de otro orden, en el cual experiencias como la estética puedan ser plenamente, en tanto propias de la condición humana. Lo que hace el capitalismo es abstraer a los seres humanos precisamente de esas experiencias, alejarlos, hasta el punto de convertirlas en extrañas eventualidades. No en algo constitutivo y transversal a la existencia, sino elemento añadido, que puede o no estar. En el orden capitalista, el arte no es esencial ni propio de lo humano, sino una extensión, una posibilidad, algo en todo caso externo.
Esta condición de exterioridad es la que le permite al artista y su obra el alejamiento esencial que lo distancia, aleja y separa de la sociedad.
Antes de desarrollar esta idea, cabe recordar que este alejamiento no alude a la “lejanía” de W. Benjamin, “esa manifestación irrepetible de una lejanía (por cercana que pudiera estar)”, sino a esa exterioridad que permite pensar el arte como propio e incluso exclusivo de ciertos sectores de la sociedad, capaces y capacitados de ver y sentir el hecho estético, de contemplar y disfrutar la obra de arte; y, en consecuencia, de comprarla. Como el arte no es propio de la condición humana (si lo fuera no resultara extraordinario sino simplemente común) se encuentra en una extraña lejanía, en un afuera crítico, en una zona de curiosa asequibilidad. Para cierta imaginería, el arte es una esencia democráticamente aquiescente, para otros reservada, excluyente y elitesca, expresión de minorías privilegiadas, mas en cualquier caso siempre al alcance de fruidores y creadores de obras de arte, ligados a su vez a determinada(s) clases sociales, sometidas como en otros ámbitos, a una cierta movilización interior, con frecuencia vinculada al establecimiento de ventajosas o estratégicas relaciones sociales, otras veces al estudio; rara vez, a un genio o talento que desborda las constricciones económicas y sociales, elevando al artista y su obra por sobre su condición social, y “valorizando” su obra hasta permitirle el acceso a los circuitos del mercado del arte.
Para que la obra de arte pueda ser vendida obviamente precisa de circular en los mencionados circuitos, mas esto requiere ser explicitado. Como sabemos, el capitalismo introduce en la realidad separaciones esenciales. Separa al productor de los medios de producción y de sus productos. Separa su cuerpo, del cuerpo entregado al trabajo. Separa su conciencia de su hacer. Separa sus sueños, anhelos y deseos. Lo separa incluso de su trabajo, lo desidentifica de sí mismo, de su ser y hacer. Este continuado proceso de alienación es lo que permite que el producto, muy indirectamente reflejo de su trabajo, se convierta en mercancía. Aún cuando los productos salgan de sus manos (hoy en la mayoría de los casos robotizadas), no son inteligibles como tales, sino como mercancías, lo cual los desplaza más allá de la condición de productos y los adentra en un proceso de valorización realmente abstracto, que construye su valor de acuerdo a reglas, normas y leyes de mercado, que son las que a fin de cuentas lo determinan sin considerar el uso. El producto artístico poseería el antiguo encanto de aquel que nace de las propias manos de su creador, pero nada más alejado de esto. Las manos del artista entregado al mercado, producen en abstracto mercancías que no tienen valor como tales, sino el dispuesto por el mercado del arte. El taller sería una suerte de interregno separado de la sociedad, un lugar abstraído, una suerte de espacio-tiempo suspendido, en el que el artista consuma su alejamiento de la sociedad, como antesala a la colocación en el mercado de su “obra” de arte, ya no-suya sin embargo, y como si nunca lo hubiera sido, y a la cual sólo le unirá una acción administrativa, legal, un derecho de propiedad que limita su circulación, al tiempo que sirve de control al proceso de valorización. Sin la marca de propiedad, el valor desciende más allá de lo inestimable. Una vez que la propiedad se resuelve administrativa y legalmente, la obra de arte circula (desafectada de la influencia incluso del propio artista que la produjo) en el mercado (de arte), y por extensión, en el mercado de la producción simbólica que sostiene el capitalismo. Sólo hechos externos vinculados a la vida y obra del artista, entre ellas su muerte, puede afectar no a las obras en particular o a la obra en su conjunto, sino a su proceso de valorización, apartando el hecho de que su obra ve aumentar su valor con la imposibilidad de que pueda llegar a existir una nueva obra, de ahí el sacudón que suele ocurrir en el mercado cuando se llega a una obra olvidada o recuperada, que reconfigura la totalidad.
La producción de mercancías existe en un espacio-tiempo abstraído, lo mismo sucede en el momentum del intercambio, de compra-venta. Es propio del capitalismo la separación, y ciertamente, el artista se separa de su creación cuando ésta se introduce en el circuito mercantil. Una vez cerrada, la obra ya no es del autor, sino como ya lo dijimos, en tanto que propiedad intelectual, se convierte en mercancía y, el valor de la misma ya no se corresponde con los deseos o anhelos crematísticos del artista, sino con la oferta y la demanda del mercado de arte. En términos capitalistas, ya no es suya, salvo con esa entidad sobrepuesta que es la de “autor” de la obra, que corresponde menos a su persona que a la división del trabajo que impone el capital. Tanto es así que cualquiera puede asumir la autoría de una obra de arte, si las circunstancias (externas siempre a la producción de la obra, como he intentado explicar) se prestan.
El prestigio romántico del artista que construye con sus propias manos una obra de arte, puede hacernos dudar sobre la producción mercantil de la misma, toda vez que a diferencia de otras formas, en las que el trabajo queda subsumido en el capital, la labor artística parece abstraer el mercado. Esta abstracción acaso no ocurra en pleno proceso creador, acaso el artista está completamente subsumido por y en su propia creación, y sólo después, cuando la cierra o concluye, la pone a un lado, la olvida, y la deja en el umbral del circuito comercial. Concedámosle al capitalismo este raro momento, tal vez único, en el que un sujeto produce para sí (y para los otros) abstraído del mercado. Ese “para los otros” ocurre porque el para sí es siempre social, e indefectiblemente en el autor se concentra y refleja la sociedad, su ser histórico. Pero la obra, si no trasciende este solipsismo –sin paradoja alguna- no deviene obra de arte. Es, y sólo puede ser, cuando se abstrae del artista y entra a circular en el circuito comercial, sea en el nivel que sea, local, nacional o internacional.
En el proceso creador, abstraído el mercado, el artista se encuentra solo con su obra en germinación, y esta magia tal vez sea uno de los escasos momentos de humanidad en el capitalismo. Es por ello que asomarse a la actividad creadora de los artistas, husmear en sus talleres, observarlos mientras están distraídos de la realidad y concentrados en la obra, es un momento raro, fascinante, que nos promete con sus excepcionalidad que la vida sí es posible, sólo que únicamente allí, en el límite, en el momento de la creación (fuera del tiempo-espacio cotidiano), y para el artista exclusivamente que, en el conjunto de esa particular situación, parece inmolarse para el mundo. Sacrificio incruento, “abstracción del intercambio con la naturaleza socialmente mediada”.[4]
El hecho concreto es que el acto creador es insostenible e insoportable en el tiempo. Los testimonios de los creadores nos dicen que han llegado a pasar días, semanas, meses, comiendo y durmiendo mal, sobre la obra, absorbidos enteramente por la actividad. Pero, dure el tiempo que dure, finalmente la obra será concluida, más allá del afán preciosista o perfeccionista del artista, la obra saldrá de sus manos, y quiéralo o no, entrará a circular para que sea tal, en algún circuito mercantil, de intercambio, como lo que es: una mercancía.
La separación quedará consumada, y aquel momento extático de unión inefable entre creador y obra, habrá quedado irremediablemente atrás. De modo que, en el ámbito totalizado del modo de producción capitalista, salvo este momento en el que se concentra la unión imposible de perpetuar entre el creador y lo creado, entre el trabajador y su producción, no puede existir otra forma de arte, y por supuesto otras formas de relacionamiento con éste, que no estén atravesadas e irrigadas por el mercado.
Cualquier otra forma es un claro desafío a los circuitos comerciales del arte, y es la promesa de otro mundo posible. Por ejemplo, el creador abre su taller, crea incluso en la calle, en todo caso derriba el muro del mito (la mistificación) del silencio y la soledad del genio; procura hacer cada vez más larga la relación con su obra, extendiendo el acto creador, hasta que principio y fin se difuminan, tienden a borrarse; la obra no concluye sino que queda abierta, borrándose con el paso del tiempo, o afirmándose, rehaciéndose, reproduciéndose, alterándose con la participación de otros “creadores”; etc. En todos estos casos, la obra no se cierra para acto seguido e inmediato, alejarse del creador, al contrario, continúa abierta, dejando abiertos al mismo tiempo la creación y recepción de la obra. El circuito comercial absorbe la obra cerrada, esto es, cuando el autor de motu propio o involuntariamente la entrega al circuito. En este momento la obra abstrae la sociedad y presentifica las operaciones mercantiles, las leyes de la oferta y la demanda que la valorizan. Para escapar al circuito el creador no puede cerrar la obra, de modo que el acto creador (la estrecha y vital relación con la obra) se prolonga indefinidamente, al tiempo que en la extensión, los límites de la recepción también son abiertos, esto es, creador y receptor tienden a unificarse, ocurriendo que el receptor se convierte también en creador. Para que ello ocurra la obra debe permanecer fuera -negando, contradiciendo, criticando- el circuito mercantil, circulando de otra manera, por otros canales. Al seguir abierta, la obra no entra al mercado como producto acabado, de modo que in-útil seguirá en movimiento, en el tiempo y por ende en la realidad socio-histórica. Se dirá que la recepción abierta de la obra de arte, que la recepción creadora, puede darse en una obra adquirida en el mercado del arte, pero he aquí que las operaciones de apertura ocurren a despecho y a contracorriente, la apertura desafía y borra al mercado. El receptor creador se emancipa -del mercado-, y se encuentra con la obra y el creador en una unidad extraña a las separaciones mercantiles. Mientras dura, no hay separación, ni abstracción de la realidad y de la sociedad. El acto creador permanece, se prolonga, y creador y receptor se encuentran, más allá del tiempo-espacio mercantil, en un espacio-tiempo histórico-social, el espacio-tiempo de la comunidad y la comunicación, en el espacio-tiempo del rito, “paradigma de la comunicación directa y el diálogo real”, como diría el argentino Adolfo Colombres.[5]
Cuando la comunicación se obstruye y la obra alcanza elevados grados de ininteligibilidad, siempre ocurre que se aleja de la sociedad y tiende a valorizarse. El valor en el mercado está en relación directamente proporcional al alejamiento de la sociedad y de los contextos de diálogo (socio-históricos) entre autor-obra-receptor. Los artistas naif (obviamente con esta designación se busca un alejamiento rápido y tajante), una vez catalogados como tales, son escindidos de la sociedad, la cultura, la tradición que los creó y que sus obras recrean, para instalarse (operación en la que actúa el cuerpo de críticos y curadores) en los abstraídos escenarios del arte universalizado. No obstante, alejar la obra de la sociedad (y consecuentemente al creador, cuya cotidianidad se ve progresivamente afectada, como ocurrió por cierto con Juan Félix Sánchez) promueve su valorización, lo que a su vez se traduce en una des-ritualización, si entendemos que la obra se debía a un intercambio orgánico con su entorno natural, social y cultural. Dice Colombres que alejarse del rito empobrece al arte, pero al contrario, lo prepara y dispone para los circuitos comerciales del arte, lo valoriza en los términos que lo comprende el mercado, unido a la producción y el consumo.
Una de las rutas que propone el crítico argentino para la emancipación, disfrute y gozo estético, en comunidad, es la re-ritualización de la cultura ilustrada, tornarla “participativa, solidaria, no elitista, ni ajena a los procesos sociales”, lo cual la alejaría del arte occidental originado en el Renacimiento con su idea de lo eterno y perdurable, el καλός καί αγαθός griego, para aproximarse al arte abierto, dispuesto y dilatado en el tiempo, no cortado ni separado de la realidad (vulgar y bajo), no interrumpido por la dinámica mercantil de los museos y las galerías, por el mercado del arte y el espectáculo, arte que vindica lo efímero, que patentiza (o patetiza) “lo transitorio de la condición humana”.[6] La recepción “abierta” del espectador como constructor de sentido, nos regresa y restituye al rito como vehículo para restablecer la subjetividad social que circula fuera del cosmos mercantil. El orden (cosmos) del mercado introduce las separaciones –jerarquías y clasificaciones- que lo hacen inteligible, y como una religión, produce sus ortodoxias y herejías.
La condición de ciudadanía hoy depende de la adscripción forzosa a los mecanismos del mercado, lo cual sin duda problematiza las nociones de ciudadanía y democracia. En efecto, el Estado de derecho queda suspendido cuando no ofrecen resistencia (y antes se criminalizan) los derechos ciudadanos ante los embates de la libre empresa y los capitales trasnacionales. La libertad de comercio que imponen los países ricos a los pobres, contrasta escandalosamente con la protección a la producción nacional que ofrecen los Estados de los países desarrollados a sus productores, en detrimento de la producción y capacidad de exportación de los países empobrecidos, que por medio de ese boicot acrecientan su pobreza y por ende su dependencia. Esto, que funciona a gran escala, tiene su correspondencia al interior de las fronteras nacionales, y marca con fuerza las relaciones entre ciudades y periferias. En ese sentido, observamos como determinados bienes culturales, por ejemplo las obras de arte, prácticamente sólo circulan en las ciudades capitales, y sin duda alguna, con opima presencia, en la ciudad capital de cada país. En las ciudades y pueblos de provincia, a lo sumo será el folclor quien asista a los “actos culturales”, junto a las formas populares de la música, la danza, el teatro, la pintura, etc., como partes integrantes de fiestas regionales y locales, aunque en su mayoría adaptadas (descontextualizadas) al calendario de las celebraciones nacionales. Existe un profundo desfase entre el consumo del arte y demás bienes culturales de las ciudades capitales y las periféricas, o lo que se conoce como “el interior del país”. Obviamente responde a una concepción estructuralmente racista y excluyente, y a una forma de entender la articulación saber y poder. Para revertir este proceso, no basta con llevar el arte a la periferia, estrategia condenada al fracaso porque depende casi exclusivamente de criterios coyunturales y no de una verdadera reestructuración, la cual contemplaría la remoción de conceptos desarrollistas que tienen concreción en el modelo de ciudad que conocemos, capitalista e improductiva, centro fundamental de operaciones financieras. En la ciudad que conocemos, y en el conjunto de las grandes ciudades que componen en realidad menos de la mitad del territorio nacional, creando fuertes desequilibrios, tensiones y conflictos, es imposible pensar en un arte no conectado a los circuitos del mercado del arte, y por lo tanto, desvinculado de las realidades nacionales.
Por otro lado, abrir los centros tradicionales de poder (editoriales, galerías, museos) a la participación en masa, puede ser audaz sin duda, pero no apunta a una configuración distinta del entramado arte-poder, salvo que mina uno de los soportes fundamentales, la visibilización de la obra antes condenada a diversas formas de ostracismo, mas deja intacto –al menos por ahora- los criterios de creación artística, puesto que la obra por norma general continúa produciéndose y significando fuera de contexto, desarraigada, sin expresar formas culturales orgánicas, y conectada a una idea universalizada (occidental y uniforme) de arte.
Un arte no mercantil conlleva la imagen de un país donde se desarrolla un modelo de producción no capitalista, en la que toda la población goza de los bienes culturales sin que medien factores ideológicos estructurales. La ciudad que conocemos debe romper las relaciones de explotación que históricamente ha establecido con el campo, las zonas rurales y la industria, expresión a su vez de la clásica división del trabajo que, a fin de cuentas, se traduce en la separación entre la vida para el intelecto, el saber articulado al poder, y la vida para el trabajo tal como se presenta en el modo de producción capitalista, cuando ocurre la “subsunción formal del trabajo al capital”[7]. Mientras el arte siga formando parte del esquema de producción capitalista (y en especial de la producción simbólica, toda vez que los bienes culturales que conocemos y que se exhiben –pública o privadamente- nacen escindidos de territorios, arraigos y prácticas culturales no capitalistas, y por ende bajo un concepto de arte y estética occidentalizados), en el que un producto vendido “demuestra su utilidad para el capital por el mero hecho de ser vendido, aunque después no se use o se bote”[8], no será posible restituir la vida en comunidad, la ciudadanía y, por lo que llevamos dicho con respecto al arte, la re-ritualización de la existencia, la construcción colectiva y comunitaria de la verdad estética y la verdad política. Ambas, dice Colombres, coinciden en el arte popular (despojada la categoría, claro está, de la división impuesta por la ciudad y el capital), en tanto se “perfilan claramente en una actitud vital no intelectualizada ni ideologizada, como un sentimiento visceral enraizado en una experiencia histórica común y una imagen compartida del mundo”.[9]
Pero el momento no mercantil de la creación-recepción de la obra suscita varios problemas. Uno de ellos es la condición de exterioridad. El momento en cuestión supone que el mercado no está, que sus operaciones de separación han quedado momentáneamente suspendidas, que el capitalismo ha dejado de actuar sobre los seres y las cosas. Por un momento fuimos nosotros mismos, sin división, no abstraídos, plenos de realidad. Extender la duración del momento que podemos llamar sintéticamente «creador» es de alguna manera ganarle espacio y tiempo al capitalismo, al mercado. Es en el momento de la creación cuando realmente somos. No hay posibilidad de ser en las relaciones de producción capitalista, que exigen despersonalización e impersonalidad. Ambos procesos son revertidos en la creación artística, tanto en la creación como en la recepción, como ya se dijo. Pero, no toda obra de arte contiene los elementos para su recepción abierta. En este caso, hablamos de una obra entregada ex profeso al circuito comercial, que llega al receptor de manera privada o pública, pero sin procurar establecer con éste ninguna prolongación, ninguna extensión de aquel ya olvidado acto creador. Se puede decir que estas obras no establecen con sus receptores compromiso alguno. El autor las cierra y pasa a otra cosa. Tal vez sobreviva en las obras un compromiso inadvertido, pero sin duda que el arte con vocación de apertura (lo que Eco observó en su momento como el “paso de una intención a una recepción”, la no comunicación de un unicum “sino una pluralidad de conclusiones”[10]), viene acompañado de estrategias de captación para ese encuentro futuro; el que no, se encuentra (in)advertidamente con algún receptor y éste puede o no permanecer indiferente e inconmovible. La recepción puede ser creadora o no, y cuando ocurra, lo haya o no buscado el creador, abstrae el mercado, reconstituye la realidad, y la unidad perdida se restablece.
Es por ello que todo acto creador, que por lo que hemos visto ocurre tanto en la creación primera como en el momento de la recepción, estableciendo así una continuum creador, es necesariamente social y comunitario, pero sobre todo a-mercantil, pues hace a un lado el valor de cambio para realizarse en el valor de uso.
El momento mercantil ocurre en un espacio-tiempo que es ocupado, dice Enzo Del Búfalo, “por un acontecimiento vacío, por una ausencia: la falta de uso”. [11] El acto creador, al contrario, es el uso, es la plenitud y la presencia. Es la producción del deseo y el intercambio orgánico con la naturaleza, que el mercado había suspendido, separado, obstruido. El acto creador restablece la subjetividad social, abre la conciencia y borra el sentido de propiedad privada. El acto creador no se ajusta “a las normas de la racionalidad objetiva que desde el mercado se difunde a todo lo social”, al contrario el creador (productor-receptor) de la obra de arte desconecta su existencia de la síntesis social propiciada por el mercado, por lo que es expulsado de la “realidad”, del nomos (del orden) establecido. El creador rompe la relación mercantil con la obra de arte y más precisamente la relación de poder establecida por el mercado.
La dimensión estética abrazaría un ámbito de emancipación de esas formas de producción. Sería un espacio, una zona en la que los sujetos se encuentran más allá de las mediaciones con los objetos -artísticos o no-. Ese espacio no es un resquicio ni un intersticio, sino una vasta zona de la sensibilidad no controlada por las formas del poder conocidas, las que prefiguran y configuran el gusto, la selección, el consumo. Existe pues, en nosotros una disposición no controlada que gusta, selecciona y consume de otra manera. No hablamos del individuo libre de Kant, cuya soberanía reside en hacerse déspota de sí mismo, sino del auténticamente soberano, cuya expresividad corresponde con la plenitud de su ser social. El modo de producción capitalista destruye al sujeto, lo vacía o achata, al tiempo que limita hasta la caricatura el ejercicio de su libertad. Este modelo hegemónico choca sin embargo contra sujetos de carne y hueso, contra realidades bien concretas, porque lo excluido o lo disidente, como afirma García Canclini “no puede ser pensado sino como lo que no entra en la organización mercantil de la vida social”[12]. Eso no pensado y que busca ser desechado, esos colectivos, comunidades, pueblos que se afirman negando el poder constituido, se afirman y reconocen sobre la base de proyectos de vida contrarios al modo de producción capitalista que, al tiempo que ofrece una ilusión de unidad nacional nos hace partícipes de un sistema-mundo con una sola y extendida estetización. Como lo explica Pedro Susz:
El sincretismo, la calidad mestiza de la realidad, es de tal suerte no sólo la mezcla de razas y cosmovisiones, sino sobre todo la coexistencia no siempre, o más bien casi nunca, pacífica, sino la pugna constante entre diversos proyectos de sobrevivencia y futuro encarnados en las prácticas sociales y expresivas de los actores concretos de la realidad de todos los días. Las atomizaciones, la rotura del tejido social, el desmoronamiento de los pactos colectivos, la obsolescencia de las formas de negociación del conflicto y la emergencia, virulenta a menudo, de las demandas de reconocimiento e inclusión dan cuenta entonces de las profundas fallas geológicas sobre las cuales se ha construido la ficción de unidad nacional basada en la imposición de un proyecto sostenido en la imposible supresión de esos imaginarios[13]

El control de esos imaginarios rebeldes es por supuesto parte de la agenda activa del poder hegemónico: controlar su producción de sentido, asimilar sus formas agresivas y contrarrestar el efecto de sus postulados. En efecto, existe una manera distinta de producir cuando se produce en libertad y para la vida, para la sobrevivencia, y no para obtener “beneficios”, “la sangre que da vida al capitalismo”, “representación concreta de la estructura intangible del poder, de la jerarquía, del privilegio y de las creencias que surgen de la naturaleza del sistema y que dan lugar a su lógica”.[14]
Félix Ovejero habla de “bienes relacionales” como aquellos bienes públicos, producidos sin costes, que se producen de manera compartida y gratificante, cuyo consumo por unos no excluye el consumo de otros, y que se producen en el instante que se consumen. Tales bienes dependen de una materia prima cada vez más escasa: el tiempo; lo que los torna “más costosos de producir, porque, por definición, no pueden mejorar su eficiencia productiva y, naturalmente, por comparación, que es como se calibran estas cosas, cada vez resulta más caro dedicar tiempo al cultivo de lo que «no sale a cuenta»”[15]. Entre estos bienes está la política (no “profesionalizada”) como escenario de participación, y la conversación. Estos bienes forman parte de los que “no queremos conceder a la gestión del mercado”.[16]
¿Es posible una valoración estética a partir de esos valores? ¿Participamos del hecho estético como de una conversación, sin comportar costes y para la cual se exige sólo tener tiempo? ¿Se confunde esta “gratuidad” con lo que sale “gratis”?
La creación como la libertad, se fundan en un ámbito, una zona de emancipación, y hacia el control de la misma enfilan todos sus mecanismos de poder la política y la economía convencional. Reducir a un mínimo inexpresivo el poder de acción del sujeto en y desde ese ámbito, es parte de la agenda de los poderes constituidos. Nos corresponde entonces la rebelión, la “descongelación del arte”, de la historia y el imaginario social[17], y, en todos los órdenes, ni la copia ni el calco como decía Mariátegui, sino la creación heroica del socialismo indoamericano.


Bibliografía

1. Colombres, Adolfo, Teoría transcultural del arte, Argentina 2005, Ediciones del Sol
2. Del Búfalo, Enzo, La genealogía de la subjetividad, Caracas 2007, Editorial Monte Ávila
3. Dierckxsens, Wim, El ocaso del capitalismo y la utopía reencontrada, Caracas 2006, El Perro y la Rana
4. García Canclini, Néstor, Consumidores y ciudadanos, México D. F. 2000, Editorial Grijalbo
5. Heilbroner, Robert L., Naturaleza y lógica del capitalismo, Barcelona, España, 1990, Editorial Península
6. Eco, Umberto, Obra abierta, Barcelona 1979, Editorial Ariel
7. Ovejero, Félix, Mercado, Ética y Economía, Barcelona, España 1994, Editorial Icaria, Fuhem
8. Susz, Pedro, La diversidad asediada. Escritos sobre culturas y mundialización, La Paz, Bolivia 2005, Editorial Plural

- Notas -

[1] Pedro Susz, p. 171
[2] Adolfo Colombres, p. 177
[3] Ibídem, p. 183 y sig.
[4] Enzo Del Búfalo, p. 63
[5] Colombres, Ob. Cit., p. 63
[6] Ibídem, pp. 95 y sig.
[7] Wim Dierckxsens, p. 78
[8] Ibídem, p. 106
[9] Adolfo Colombres, Ob. Cit., p. 285
[10] Umberto Eco, p. 218
[11] Enzo Del Búfalo, p. 136 y sig.
[12] Néstor García Canclini, p. 29 y sig.
[13] Pedro Susz, Ob. Cit., p. 57
[14] Robert Heilbroner, p. 65
[15] Félix Ovejero, p. 41
[16] Idem
[17] Adolfo Colombres, Ob. Cit., p. 297

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