“La Universidad Bolivariana, es motor, es vanguardia, es caballo, es lanza, es bandera, de un nuevo modelo educativo de liberación. Ustedes son actores fundamentales de esa vanguardia, siéntanse orgullosos mujeres y hombres”

Fragmentos del discurso del Presidente Hugo Chávez, Caracas, 08/11/2003, en el marco de la inauguración de la sede UBV Zulia.

miércoles, 26 de enero de 2011

La violencia simbólica en la educación y el solapado racismo de la inteligencia

Por
Egler Albornoz León
Activador Cultural. Misión Cultura. Grupo de Sistematización Wakuaipa. San Francisco, Estado Zulia. C.I. V- 4.152.420

El debate generado alrededor de la Ley de Universidades, obliga a profundizar en las turbulentas y arremolinadas aguas que la contienen para tratar de aclarar el fondo de la discusión, que se resume en dos visiones contrarias y contrastantes: educación para la libertad, o educación para la dominación. Resumen que no ha de pretender una orientación simplificadora o simplista para entender a priori el asunto. Existe una violencia explícita, evidente, rechazada por todos. Pero también existen mecanismos simbólicos que generan una violencia social solapada, invisible, pero no menos agresiva y peligrosa para la sociedad, pues esa invisibilidad no solo permite ocultarla, sino que además conduce a su legitimación por parte del grueso de la sociedad, sin saber que está sometiéndose a esa dominación.
Pierre Bourdieu, sociólogo francés fallecido recientemente, quita el velo a esa violencia ejercida por la clase dominante, que no necesariamente ejerce el poder político, pero que sustenta su poder fáctico sobre la base de la hegemonía cultural, como bien lo descifra Gramsci, el marxista de la superestructura. Bourdieu, establece desde sus investigaciones que la imposición que ejerce sobre sus agentes-víctimas-cómplices (tres en uno), se hace con su consentimiento inconsciente. Un proceso que exige mucho tiempo, trabajo y esfuerzo, pero que finalmente da sus frutos manteniendo a los dominados o clases sociales bajas e intermedias en esa posición inferior como por arte de magia. Los de arriba continuarán arriba, dejando a los de abajo donde están, y todo esto es aceptado como un orden natural.
Una de las manifestaciones más características de esa violencia simbólica, pero a su vez mejor disfrazada, es el título académico. Bourdieu llama la atención sobre cómo en la carrera por la obtención del título académico, los agentes-víctimas-cómplices entran a formar parte en la competición por éste, sin siquiera percatarse de que se trata de un malévolo juego puesto en marcha por el mismo sistema de dominación que persigue con ello su propio mantenimiento, reproducción y perpetuación.
Ese juego se sustenta en una creencia que ha sido previamente generalizada, legitimada, “naturalizada”; se basa en un bien (capital) intangible pero poderoso, especialmente en las sociedades en que el “qué dirán” establece las relaciones entre las diferentes “ubicaciones” o estratos sociales, en aquellas donde el control se ejerce por medio de la opinión, convirtiendo al título académico en un capital simbólico (cultural, social, político), reconvertido de su condición económica para hacerlo dependiente en el fondo: el prestigio.
Desde esa visión la educación es percibida como un mecanismo de “ascenso” social, pero que en realidad solo consigue la permanencia en los estratos bajos e intermedios, y su “posición”, solo se leva –cuando es el caso- en términos económicos relativos, pues siempre estará sometido a los intereses de la clase dominante; haciéndole, como afirma Freire, sombra: se parece al poder, se mueve similarmente a él, pero no es el poder verdadero aunque así lo perciba; solo le hace el juego, legitima su dominio e inconscientemente acepta gozoso su propia dominación.
Entendido así, el título académico encierra en sí mismo la cualidad que otorga a su poseedor una importante carga de capital simbólico que, reconvertido de su condición económica y economicista, permite ostentar un “prestigio” reconocido por todos, y obliga a un trabajo constante de reconversión para asegurarse su permanencia y plena inclusión en el sistema (dentro del mito del “ascenso social”); es por ello que ha de esforzarse en acumular capital simbólico mediante la persecución de nuevos “bonos de valor agregado” en ese mercado, objetivados en maestrías, doctorados, PHD, por ejemplo.
Pero el juego del que hablamos no termina allí, entra en este una variable aún más peligrosa. “Poseedores” del conocimiento científico (el mismo que ellos han legitimado como tal, y que responde a sus intereses), asumen que también son los dueños de la razón, el arma más eficaz de la dominación cuando de ejercer violencia se trata. Conforma esa percepción los componentes del mito del “don natural” y el racismo de la inteligencia. En nombre de la “racionalidad”, excluyen del sistema educativo a quienes consideran inferiores, no merecedores del acceso a la élite que han conformado. Estos dos prejuicios constituyen los ejes que les permite determinar quiénes serán incluidos o excluidos del sistema educativo, mediante mecanismos de selección que solo persiguen en el fondo la perpetuación de la clase dominante.
El bajo rendimiento educativo, en el que intervienen multiplicidad de variables, incluyendo el precario capital social y cultural acumulado del sujeto evaluado, es relacionado automáticamente con la carencia de capacidad para el estudio, y más concretamente con la falta de inteligencia. Por el contrario, el éxito educativo –más probable desde su estrategia en las clases medias y altas por razones obvias- es considerado sinónimo de inteligencia, de haber nacido con el “don natural” para el aprendizaje. En fin, no se toma en cuenta las condiciones sociales de acceso al campo académico, lo único importante son los resultados, “objetivados” en un sistema de evaluación exclusivamente cuantitativo, “racional y científico”.
Es la razón por las que se creó el mecanismo de la Prueba de Aptitud Académica, como filtro desigual para asegurarse que solo pudieran estar incluidas en el sistema educativo universitario las personas provenientes de los estratos sociales intermedios y altos, que permitiera mantener y perpetuar a esa clase social en la dominación cultural y establecer su hegemonía en el poder fáctico y político. Es por eso que Bourdieu califica esta actitud como una de las manifestaciones más imperceptibles del racismo, el intelectual. Es también el propósito que motivó la creación hace algunos años del Ministerio de la Inteligencia, para seleccionar a los “más aptos” para ejercer el gobierno.
Es el racismo desapercibido, invisible, propio de las clases dominantes, ostentadoras del poder fáctico y político, pero que alcanza también a otras clases, especialmente a las intermedias cuando éstas actúan bajo su auto percepción y conducta pequeño-burguesa inducidas por el condicionamiento socio-cultural, utilizando este mecanismo como método de reproducción y transmisión del capital cultural.
Es por medio de la “naturalización” de ese capital cultural que la clase dominante legitima su dominio. Es aquí donde el título académico aparece como pieza fundamental para garantizarse su “superioridad” de clase, pues solo los más capacitados tienen la oportunidad de acceder al título universitario, entendido éste como “certificado de inteligencia y conocimientos”, y cuyo valor cambiario se tasa en el mercado laboral de acuerdo con el “prestigio” de la universidad que lo acredita, transfiriéndole esa cualidad al titular.
Se convierte en uno de los motivos por el cual se produce la llamada “fuga de cerebros” a mercados más rentables desde el punto de vista economicista, luego que el Estado ha invertido ingentes recursos financieros en su formación, estructurada ésta -por cierto- bajo los requerimientos de sociedades foráneas o de las empresas trasnacionales, y alejadas de las necesidades reales de la nación venezolana y su desarrollo endógeno y soberano.
En nombre de la “autonomía universitaria” se pretende legitimar esta conducta antinacional, incluso, más allá de los negocios a partir de la cual se realizan. De este modo, las universidades autónomas venezolanas conceden títulos académicos a los más privilegiados, que en su mayoría son ellos mismos; un bajo porcentaje de los egresados provienen de estratos sociales bajos, lo que les sirve para enmascarar el propósito de fondo. Práctica de alto contenido racista, pero invisibilizado, oculto tras un discurso científico (el que ha sido legitimado por ellos), que además profesa la tesis de que es la “inteligencia” la que debe gobernar la sociedad, en consecuencia, por los de su clase; por eso no reconocen al gobierno actual, sino que tratan de deslegitimarlo.
Ante la fortaleza de estos perversos designios, aceptados como “naturales” por una buena parte de la población venezolana, el gobierno apeló a una estrategia que se mostraba lógica y que aparecía esperanzadora para contrastar esa visión clasista y generadora de violencia simbólica y de racismo intelectual, como lo aclara Bourdieu. Creó las misiones educativas, desde la alfabetización hasta el nivel medio; en el nivel universitario creó La Misión Sucre y la Misión Cultura, La UBV, y redimensionó la UNEFA masificando su matrícula, ofreciendo la oportunidad a los excluidos del sistema educativo universitario para acceder a ese nivel. La visión y misión, así como el marco conceptual y programático de estas misiones apuntan –en general- en la dirección de una educación popular.
Pero como quiera que los cambios culturales no puedan solo decretarse, sino que se promueven con el ejemplo, además de las decisiones y actitudes pertinentes, la experiencia ha venido contaminándose peligrosamente con la misma enfermedad que se pretende sanar. La masificación de la educación debería haber dado al traste con el argumento esgrimido por la universidad tradicional, según el cual la masificación de la educación atenta contra su calidad (¡Claro!, defienden la universidad elitista). Hoy, lamentablemente, la tendencia apunta a corroborarla.
La intención de desestimar y erradicar el academicismo es una decisión genial, pero lamentablemente esto se confundió con la desvalorización casi absoluta de la academia como fuente de saberes, pues por el hecho de aparecer previamente sistematizados no pierden automáticamente su potencial formativo; porque además, la academia puede servir perfectamente como fundamento para el ejercicio de la frónesis, es decir, permite contrastar la teoría con la realidad, convirtiéndose así en fuente propiciadora para la creación de nuevos saberes.
En alguna medida, esta confusión se convirtió -en la práctica- en legitimadora de aquel argumento conservador de la clase dominante, y algunos estudiantes –no todos afortunadamente- se escudaron en esa premisa para evadir la responsabilidad investigativa que debe caracterizar a todo estudiante, especialmente cuando es universitario. Por otro lado, algunos facilitadores y “profesores” (ni siquiera se dejan llamar facilitadores, Misión Sucre), educados a su vez en la escuela liberal-burguesa, que los limita seriamente para comprender y propiciar la educación popular liberadora, no han sido capaces de enfrentar e interpretar, en compañía de sus facilitados, la realidad sociocultural y la cotidianidad de los vecinos de las comunidades excluidas; peor aún, algunos actúan como fueron educados ellos mismos: poseedores únicos de los saberes que “deben aprender sus alumnos”.
Afortunadamente, hay que reconocer que muchas veces el anti-academicismo sirvió para que muchos activadores y facilitadores, contaminados con la educación tradicional liberal-burguesa, nos despojáramos de la dependencia libresca y accediéramos progresivamente, con los encuentros de saberes en las comunidades excluidas, con su gente, a nuevos y ancestrales conocimientos; y con ello, a la propia transformación de nuestras actitudes, valores y conductas.
Es probable que en una primera aproximación, estas afirmaciones produzcan la sensación de estar motivadas por resentimientos de dudosa proveniencia (lo entiendo perfectamente). Pero, lamentablemente los indicadores que percibo en mi pequeño radio de visión y acción me permiten sospechar (solo eso, pues no tengo datos estadísticos que lo confirmen) que esta situación pudiera estar generalizada en todo el país. Esta percepción, con alto contenido subjetivo, indica que no se desarrolló suficiente conciencia política revolucionaria, ni en los egresados ni en las vecinas y vecinas de las comunidades donde interactuamos durante el desarrollo de nuestros proyectos de aprendizaje; y aunque, repito, tiene esta apreciación un alto contenido subjetivo, el escaso o nulo saldo organizativo popular pudiera objetivar estas afirmaciones.
No estoy en total desacuerdo con la entrega de títulos académicos en las misiones educativas. Solo me opongo contundentemente a seguirle el juego a la visión mercantilista del mismo cuando se reproduce mediante esta actividad el otorgamiento a este instrumento de la cualidad tradicional de la que anteriormente comenté, al asignarle a un simple pergamino una tasa cambiaria en el mercado laboral de la administración pública, como capital simbólico generador de violencia simbólica y de racismo intelectual; que hace automáticamente acreedor al titulado de alguna “superioridad intelectual” y de un derecho inobjetable a un cargo burocrático en el Estado; acostumbrado a ello por una política del gobierno, que quizás con intención inclusiva, termina siendo en el fondo una práctica asistencialista más, y alimenta a su vez la condición pequeño-burguesa de los egresados. En el fondo, reproduce la misma lógica que la universidad tradicional.
En cambio, debería el Estado (así lo creo), crear mecanismos no burocráticos pero sustentables y sostenibles para promover una educación liberadora, no formal pero sistemática, que aseguren la permanencia de los egresados en sus comunidades, promoviendo su integración y articulación en la organización social y política –bien entendida- de sus vecinos; en el fortalecimiento de las condiciones que propicien la conformación de un auténtico poder popular y liberador; que permita el crecimiento de la conciencia revolucionaria y la corresponsabilidad social, tanto colectiva como individual y que puedan darle vida real a los instrumentos legales pertinentes con las trasformaciones materiales y subjetivas necesarias para la práctica de la libertad, la vida, la democracia participativa y protagónica, el desarrollo sustentable y endógeno.
Además, deconstruiría con ello la humillante concepción asistencialista del gobierno y estimularía a su vez la aparición del sentido de la utilidad colectiva, que irguiéndose sobre el sentido de la importancia individual, terminaría por destruir la sensación de “superioridad intelectual” conferida en el pergamino titular y que se traduce en una acción sutil, pero violenta, de racismo intelectual. De este modo, el verdadero crédito a los saberes desarrollados por los activadores y egresados estaría otorgado por la comunidad y su gente, indudablemente con mayor valor moral y ético que las dos o tres “autoridades” que firman el título.
Ese es el prestigio –si acaso pudiera así llamarse- que ha de buscar un egresado de cualquier misión educativa, no el que le otorga simbólicamente como capital social, cultural, político y económico una nueva clase que pareciera buscar ser dominante para ejercer violencia y endorracismo intelectual sobre su propia clase (siempre sometida), precisamente de la que históricamente subordinada, proviene la casi totalidad de nuestros egresados universitarios; que al final reproduce y legitima la perversa tesis de la superposición de una clase sobre las demás. Porque una nueva hegemonía cultural, como la que plantea Gramsci con el propósito de construir un nuevo bloque histórico, no debe ser confundida con la imposición o suplantación de la anterior, de una nueva clase dominante.
Una nueva hegemonía cultural revolucionaria supone –y obliga- generar la oportunidad de construir una nueva sociedad, con nuevos hombres y mujeres nutridos (as) por una nueva cosmovisión que se oriente a la búsqueda permanente de la igualdad, la equidad y la justicia social entre sus miembros, donde la solidaridad y los hábitos de cooperación y socialismo practicados por nuestros pueblos originarios, perfectamente rescatables “dentro de una técnica perfectamente científica” como afirma Mariátegui, nos conduzcan a una relación de armonía con nuestros congéneres y con la naturaleza, cuya precaria condición actual amenaza la supervivencia de la especie humana, condición causada precisamente por el modelo de producción depredador y sus relaciones socioeconómicas, llámese capitalista o socialista.
No podrán transformarse esas perversas relaciones y modo de producción con una educación, que aunque se llame revolucionaria, apunte a legitimar y reproducir la odiosa división social del trabajo, una de las columnas y velo que caracteriza al viejo modelo. Revolución es sinónimo de transformación en todos o casi todos los órdenes, especialmente en el educativo, pues es el fundamento sine quanon y plataforma de lanzamiento de las otras transformaciones necesarias e imprescindibles.
Así que cuando se afirma en el discurso –que no siempre en la práctica- de transformar el modo de producción, se reduce muchas veces a solo la de bienes y servicios; se obvia – también en la práctica- transformar el modo de producción y reproducción de los saberes, legitimando con ello la tesis del deificado “conocimiento científico”; justo el mismo, o por lo menos similar, que sustenta al viejo modelo. Por eso invito a reflexionar sobre esta materia, no solo para intentar ponerla en la mesa de debate dialéctico sobre la Ley de Universidades, sino para hacer un llamado de alerta que pueda coadyuvar a la búsqueda de opciones y respuestas alternativas y pertinentes para rescatar lo mejor de estas misiones educativas de nivel universitario.
Soy egresado de la Misión Cultura, alcancé a llenar todos los requisitos formales para optar este año 2011 al grado de Licenciado en Educación, Mención Desarrollo Cultural; eventualmente compartí actividades dentro de los proyectos de aprendizaje con estudiantes de la Misión Sucre, incluso una de mis coequiperas de sistematización cursa simultáneamente en ambas misiones; de allí que pueda establecer algunas similitudes entre ambas y afirmar algunas conclusiones personales al respecto y registrarlas en este documento.
Sin embargo, he decidido renunciar al derecho a recibir el título académico. Una de las razones para que me decidiera a negarme a recibirlo y a redactar este documento, estriba en mi necesidad de alertar sobre lo que creo se constituye en un verdadero peligro para la construcción de una nueva sociedad libre y sustentable. Nuestra formación es esencialmente robinsoniana y bolivariana, acudo a sus principios y valores, internalizados y apropiados por mi, para hacer este llamado; porque no todo está perdido en estas misiones. Con modestia puedo y quiero asegurar que precisamente fue la Misión Cultura donde llegué a alcanzar este grado de conciencia; se me facilita esa modestia porque sé con claridad que no soy el único en esta misión que ha logrado superar la influencia de la vieja educación liberal-burguesa en la que fui primero formado; espero (repito, con sincera humildad) que estas reflexiones permitan demostrar que aún es posible volver a las raíces que dieron nacimiento a estas misiones.
Hay una frase de Bolívar, expresada en su discurso al Congreso de Angostura que recoge el espíritu que me anima para hacer este llamado, aunque sé también con toda certeza, que para nada me transfiere la grandeza de su autor: “…aceptad con benignidad este trabajo, que más bien es el tributo de mi sincera sumisión al Congreso que el efecto de una levedad presuntuosa. Por otra parte, siendo vuestras funciones la creación de un cuerpo político y aun se podría decir la creación de una sociedad entera, rodeada de todos los inconvenientes que presenta una situación, la más singular y difícil, quizás el grito de un ciudadano puede advertir la presencia de un peligro encubierto o desconocido”. (El subrayado es mío).
Para intentar que coadyuve a que se abandone de una buena vez la tendencia a regresar al modelo educativo diseñado para legitimar la dominación, mediante el mecanismo perverso de legitimar a una élite dirigente (vieja o nueva), que arguye para sustentar la dominación su “superioridad intelectual” para abrogarse el derecho “natural” a gobernar los designios de nuestro pueblo. En alguna medida, Robinson se adelanta a Gramsci y a Bourdieu en el reconocimiento de la estrategia de la clase dominante, enmarcada en la hegemonía cultural como plataforma de aplicación de su violencia simbólica y el racismo intelectual; como estrategia enmascarada para lograr sus propósitos de dominio. La expresión de Simón Rodríguez, verbalizada y escrita hace casi dos siglos así lo demuestra:
“No se necesita gran talento para dejar de enseñar lo que no conviene que otro sepa…y en este no conviene cabe engaño... Los pueblos pueden engañarse…y vemos que se engañan… creyendo que no les conviene aprender lo que no se les enseña, (…) les han dicho…por encargo de otros… que el conocimiento de la sociedad pertenece a los que la dirigen, no a los que la componen; que haciendo lo que se les manda sin preguntar por qué, han llenado su deber…” (El subrayado es mío).
En conclusión, ratifico mi decisión de no optar por el grado académico de la Misión Cultura, y mi invitación a sus Autoridades, Tutores y Tutoras, Facilitadores y Facilitadoras, Activadores y Activadoras a profundizar en el debate pertinente a la educación universitaria en general, y específicamente, al interior de la misión y del modelo que promueve e impulsa; para que nos permita escapar de esa perversa lógica, instituida legal y culturalmente para legitimar y perpetuar el modelo de la dominación, que implica el riesgo real de la conversión de nuestros egresados y egresadas en agentes-víctimas-cómplices de esa lógica. Necesitamos obtener la altura moral mínima para auspiciar, con la autoridad que de ello deviene y no con el poder político, la real transformación de la educación universitaria nacional.

No hay comentarios:

Publicar un comentario